Quiere ser anestesista desde el día en que el médico le dijo que habrían de quitarle ese diente que le había crecido en mitad del paladar. Creyeron conveniente llevarle al dentista a raíz de sus constantes quejas sobre el punzante dolor que sentía en la lengua cuando cerraba la boca, era fácil entrever la sangre bañando la parte interna de sus labios.
A menudo escupía en la pila del baño sangre y saliva y seguía con sus cosas. Fue también la temporada de los ronquidos, pues no podía evitar abrir la boca mientras dormía para no sentir el dolor. Esto se traducía en unos ronquidos débiles y desagradables, más parecidos a un jadeo, que pasaron a formar parte de la rutina nocturna de la casa.
El día que el dentista acabó con el problema, él sólo tenía ojos para la aguja acoplada al vial de vidrio de la anestesia. Notar como un desagradable hormigueo le privaba de sensibilidad en la parte alta de la boca, incisivos y zona inferior de la nariz debió ser definitivo, y al verse en el reflejo del instrumental, con un gesto de horror congelado en su cara insensible, tomó una decisión. Él sería el encargado de privar a las terminaciones nerviosas de la gente de la posibilidad de gritar de dolor al cerebro, no por bondad, sino por la satisfacción de poder engañar a los cuerpos de todas esas personas. Por toda la sangre y saliva vertidas sobre la pila.
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